Yo
he visto atacar naves ardiendo más allá de Orión, he visto rayos C
brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhausser… también he
visto bragas y calcetines a 0,30 céntimos de euro. Todos estos momentos
se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
Lo bueno que tiene ser escritor es que
viajas mucho, ayer sin ir más lejos tuve que ir a Humanes de Madrid para
hablar con un distribuidor de libros. Después de recorrerme Parla,
Griñón y los casi 80 polígonos de la zona sur, por fin encontré el sitio
y la persona con la que me había citado. La entrevista, mal; resulta
que para que distribuyan tus libros tienes que ser alguien, y yo me
pregunto que ¿si no están mis libros en las estanterías de las
librerías, cómo voy a ser conocido? Total, “la pescadilla que se muerde la cola” y “ya sabemos que esto no es un camino de rosas”.
Me
recompongo y, al menos, consigo que a regañadientes el hombre me
distribuya en alguna librería de Madrid, eso sí, después de prometerle
que me convertiré en “alguien”, aunque para ello tenga que dedicarme al
asesinato en serie, “el descuartizador de folios”. Pero, bueno, hoy no
toca hablar del negocio de las distribuidoras, ni del porcentaje que se
llevan por la venta de libros. Hoy toca hablar de algo más lúdico: de lo
que descubre uno viajando.
Enfilo
hacia Madrid por la carretera de Toledo y, con tanta industria y camión
de reparto a mi alrededor, mis tripas me sugieren que les mande algo
acorde con el ambiente de currantes, ¡pincho de tortilla! Cojo la
primera vía de servicio que encuentro y desemboco en un polígono. De
pronto, empiezo a ver chinos por todos lados, los rótulos de las naves
en chino, los indicadores de las calles en el idioma oriental… Un
ambiente que me hace pensar ¿dónde coño me he metido?
Todo
esto me recuerda una vez que me perdí en Estados Unidos, en el estado
de Maryland. Después de recorrer no sé cuántos kilómetros, perdón
millas, buscando una playa, llegué hasta una especie de pantalán
abandonado. Un sitio inhóspito y despoblado. Por fortuna, encontré un
único coche con alguien en su interior, me bajé del mío y me acerqué a
preguntar; entonces, me encuentro que el conductor es un hombre de
color, negro, de unos cuarenta años, disfrazado de Minie, sí, la novia
de Mickey Mouse. Ahí estaba él, con su trajecito rosa de lunares y una
diadema de orejitas del mismo color también con sus lunares blancos ¡una
monada! Me entró la risa al verle, pero a él no le hizo gracia. En ese
momento me doy cuenta de lo que le voy a preguntar: ¿dónde hay una playa
por aquí?, es decir, ¿Is there any beach around here? Hasta aquí todo
normal, entre comillas; me acuerdo de mis problemas de pronunciación,
“beach” significa playa, lo sé, pero “bitch” significa perra, puta. Miro
a la cara al conductor con orejitas de Minie y le suelto la pregunta
sin más, alargando como pude la palabra beeeaaaach para que no le
cupiera duda y no interpretara que estaba buscando putas por allí o peor
aún, que pensara contratar sus servicios. Aunque, la verdad, hubiera
tenido su morbo con el trajecito. Me miró con sus orejitas de lunares y
frunció el ceño. ¡Joder, no me ha entendido! Se lo repito otra vez un
poco acojonado, ¿Is there any beeeeeeeeaaaaaaaaaach around here?, esto
escrito tiene menos gracia, pero intentad pronunciar de manera diferente
beach y bitch sabiendo lo que te juegas. El caso es que me dice que no
con la cabeza, le noto un poco violento, no sé si es que ha entendido lo
que no es o que simplemente está más avergonzado que yo por su disfraz.
Total que doy media vuelta y me marcho sin conseguir enterarme de nada,
“por si las flys”.
Vuelvo
a la actualidad y el caso es que me encuentro en el polígono de los
chinos con la misma sensación de perdido, doy una vuelta buscando un
“bareto” y, según me interno en la zona, todo se vuelve más asiático.
Veo a un grupo de orientales descargando un tráiler y les pregunto por
un bar. Me miran, se miran entre ellos, y me miran otra vez sin decir
nada. Me acuerdo de que un amigo me había comentado la existencia de
este lugar y de lo baratos que eran los precios. Decido bajarme del
coche, poner pie en aquella tierra indómita, y me meto en una de las
naves donde venden bolsos. La verdad es que no son feos, supongo que son
modelos copiados de Hermes, Louis Vuitton, Gucci, veo los precios y me
quedo a cuadros, entre 6 y 8 euros. Un chino me sigue a medio metro
desde que he entrado en la tienda sin despegarse de mí, no se fía. Al
final, el de la distribuidora de libros va a tener razón, no soy nadie.
Le pregunto a mi acompañante por un precio y me responde haciendo gestos
con la mano hacia la puerta, por lo visto ahí se encuentra alguien que
habla castellano. Me acerco a una señorita asiática y le pregunto por
los precios, me chapurrea que tengo que llevarme doce bolsos si quiero
que me mantenga el precio que marca. Le digo que aquí, en España, nos
casamos con una sola mujer, que son los árabes los del harén, que sólo
quiero uno. “Más calo”, me dice, “die eulo”. Le pregunto que si puedo
pagar con tarjeta y me mira muy borde como si la estuviera insultando.
“Banco, banco”, me repite señalando con la mano hacia un sitio
indeterminado a sus espaldas. Me mosqueo y salgo de la tienda, me voy
andando para curiosear otras naves, hay de todo, ropa, zapatos, regalos,
camisetas, plantas…
Entro
en una tienda de camisetas y le pregunto a una dependienta china muy
simpática que si podrían serigrafiar un dibujo, me mira con cara de ¿qué
me estás contando? Como parece maja, nos ponemos a jugar a las
películas, por fin consigo que adivine el nombre del film que le estoy
interpretando "¿Pueden imprimir un diseño en las camisetas? “Tles
meses, familia China”, me dice levantando el brazo para que entienda la
tardanza, que China está en el quinto coño. Le doy las gracias, al menos
su simpatía me hace reconciliarme con la idiosincrasia de su raza, pero
me dura poco; veo otra nave con vestidos, son bonitos y me extraña,
entro y escucho una voz dicharachera a mis espaldas “Hola, qué tal,
¿cómo estás?”, me giro dispuesto a devolverle la amable bienvenida y me
encuentro con un chino que me mira serio y con cara de mala hostia, me
quedo cortado y sólo le respondo un escueto “queay”. Me ha saludado como
si lo hiciera un loro, sin tener el más mínimo conocimiento de lo que
estaba diciendo, ni siquiera el tono. Me dice que me tengo que llevar 12
vestidos, le digo que uno y me indica la puerta, el tío borde. Me dan
ganas de decirle ¿usted, no sabe con quién está hablando?, pero me
acuerdo del de la distribuidora y me callo. No soy nadie.
Veo
una nave donde tienen unos calcetines de rayitas de colores que me
gustan, entro en el local y tienen todo tipo de ropa interior,
bañadores, bikinis, calcetines… Me fijo en las bragas, la cabra tira al
monte, tienen unos treinta maniquíes con los modelos y los precios.
Cuestan entre 0,30€ y 0,40€ la unidad, muchas son horrorosas, incluso
diseños que debieron ser lo más “chic” en la película “55 días en
Pekin”, con calados rojos y lacitos de colores por doquier, ¡infames!
También hay modelos para tallas grandes, en fin… Encuentro que tienen
bodies, picardías de colores y déshabillés, ¡joder con los chinos! Todo
tirado de precio. Por fin, encuentro unas bragas “decentes”, unos
tangas de colores, marca Dulce&Camino, se me ocurre que tendrían más
éxito si les pusieran Dulce&Chumino, pero si quieren mejorar el
marketing, que lo paguen. Me voy a por la dependienta y como ya me lo
sé, le pregunto que si el precio que marca, 3,75€ el paquete de doce es
real. Me dice que si me llevo una docena de paquetes, ése es el precio.
Hago un cálculo mental aproximado, una docena de paquetes son 144
bragas, como son "talla única", pienso en la neska, en mi cuñada
Almudena, en mis sobrinas Lucia y Salomé, en Ana, en mi suegra… Pero,
aún así no me salen las cuentas, tocan a más de veinte bragas por culo,
no consigo traseros para tantos tangas ni en toda mi familia. Le digo
que sólo quiero un paquete, “más calas, cinco eulos”. Vale, le digo y le
pongo el paquete en las manos, le indico con firmeza para me siga como
si fuera mi porteadora, voy a por la docena de calcetines de colores y
la misma operación: “cinco eulos”. Ya estoy en mi salsa, la dependienta
me va siguiendo por la tienda cargando con los paquetes y yo como si
fuera Mickael Jackson de compras, ¡joe, a esos precios!. Compro una
docena de calcetines para mi hijo, fantásticos, ¡cinco eulos!, menudo
chollo. Total, por quince euracos me voy más contento que unas
castañuelas. Veo más naves, tienen cinturones de cuero a 2€, veo unas
carteras muy bonitas imitación de cuero por 2,50€, pero, ¿qué hago con
una docena?
Me
acuerdo que yo venía a por mi pincho de tortilla y consigo encontrar un
bar. Pienso que va a ser como si me metiera en un tugurio de Shanghay,
me imagino un par de chinos con gorrito de paja bebiendo sake, otros
gritando alrededor de una mesa jugándose el dinero… pero no, qué
decepción, entro y sólo hay tíos españoles, ataviados con su mono azul
de trabajo y tomándose la reglamentaria copa de orujo de después de
comer, ni un chino. ¿De dónde han salido los nacionales? ¿Los asiáticos
no comen? Con esta cuestión en mi mente me pido, por fin, mi añorado y
auténtico pincho de tortilla. ¡Qué bonito es conocer mundo!
No hay comentarios: