martes, 3 de septiembre de 2013

En busca de la editorial perdida

Yo he visto atacar naves ardiendo más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhausser… también he visto bragas y calcetines a 0,30 céntimos de euro. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.


Lo bueno que tiene ser escritor es que viajas mucho, ayer sin ir más lejos tuve que ir a Humanes de Madrid para hablar con un distribuidor de libros. Después de recorrerme Parla, Griñón y los casi 80 polígonos de la zona sur, por fin encontré el sitio y la persona con la que me había citado. La entrevista, mal; resulta que para que distribuyan tus libros tienes que ser alguien, y yo me pregunto que ¿si no están mis libros en las estanterías de las librerías, cómo voy a ser conocido? Total, “la pescadilla que se muerde la cola” y “ya sabemos que esto no es un camino de rosas”. Me recompongo y, al menos, consigo que a regañadientes el hombre me distribuya en alguna librería de Madrid, eso sí, después de prometerle que me convertiré en “alguien”, aunque para ello tenga que dedicarme al asesinato en serie, “el descuartizador de folios”. Pero, bueno, hoy no toca hablar del negocio de las distribuidoras, ni del porcentaje que se llevan por la venta de libros. Hoy toca hablar de algo más lúdico: de lo que descubre uno viajando. Enfilo hacia Madrid por la carretera de Toledo y, con tanta industria y camión de reparto a mi alrededor, mis tripas me sugieren que les mande algo acorde con el ambiente de currantes, ¡pincho de tortilla! Cojo la primera vía de servicio que encuentro y desemboco en un polígono. De pronto, empiezo a ver chinos por todos lados, los rótulos de las naves en chino, los indicadores de las calles en el idioma oriental… Un ambiente que me hace pensar ¿dónde coño me he metido? Todo esto me recuerda una vez que me perdí en Estados Unidos, en el estado de Maryland. Después de recorrer no sé cuántos kilómetros, perdón millas, buscando una playa, llegué hasta una especie de pantalán abandonado. Un sitio inhóspito y despoblado. Por fortuna, encontré un único coche con alguien en su interior, me bajé del mío y me acerqué a preguntar; entonces, me encuentro que el conductor es un hombre de color, negro, de unos cuarenta años, disfrazado de Minie, sí, la novia de Mickey Mouse. Ahí estaba él, con su trajecito rosa de lunares y una diadema de orejitas del mismo color también con sus lunares blancos ¡una monada! Me entró la risa al verle, pero a él no le hizo gracia. En ese momento me doy cuenta de lo que le voy a preguntar: ¿dónde hay una playa por aquí?, es decir, ¿Is there any beach around here? Hasta aquí todo normal, entre comillas; me acuerdo de mis problemas de pronunciación, “beach” significa playa, lo sé, pero “bitch” significa perra, puta. Miro a la cara al conductor con orejitas de Minie y le suelto la pregunta sin más, alargando como pude la palabra beeeaaaach para que no le cupiera duda y no interpretara que estaba buscando putas por allí o peor aún, que pensara contratar sus servicios. Aunque, la verdad, hubiera tenido su morbo con el trajecito. Me miró con sus orejitas de lunares y frunció el ceño. ¡Joder, no me ha entendido! Se lo repito otra vez un poco acojonado, ¿Is there any beeeeeeeeaaaaaaaaaach around here?, esto escrito tiene menos gracia, pero intentad pronunciar de manera diferente beach y bitch sabiendo lo que te juegas. El caso es que me dice que no con la cabeza, le noto un poco violento, no sé si es que ha entendido lo que no es o que simplemente está más avergonzado que yo por su disfraz. Total que doy media vuelta y me marcho sin conseguir enterarme de nada, “por si las flys”. Vuelvo a la actualidad y el caso es que me encuentro en el polígono de los chinos con la misma sensación de perdido, doy una vuelta buscando un “bareto” y, según me interno en la zona, todo se vuelve más asiático. Veo a un grupo de orientales descargando un tráiler y les pregunto por un bar. Me miran, se miran entre ellos, y me miran otra vez sin decir nada. Me acuerdo de que un amigo me había comentado la existencia de este lugar y de lo baratos que eran los precios. Decido bajarme del coche, poner pie en aquella tierra indómita, y me meto en una de las naves donde venden bolsos. La verdad es que no son feos, supongo que son modelos copiados de Hermes, Louis Vuitton, Gucci, veo los precios y me quedo a cuadros, entre 6 y 8 euros. Un chino me sigue a medio metro desde que he entrado en la tienda sin despegarse de mí, no se fía. Al final, el de la distribuidora de libros va a tener razón, no soy nadie. Le pregunto a mi acompañante por un precio y me responde haciendo gestos con la mano hacia la puerta, por lo visto ahí se encuentra alguien que habla castellano. Me acerco a una señorita asiática y le pregunto por los precios, me chapurrea que tengo que llevarme doce bolsos si quiero que me mantenga el precio que marca. Le digo que aquí, en España, nos casamos con una sola mujer, que son los árabes los del harén, que sólo quiero uno. “Más calo”, me dice, “die eulo”. Le pregunto que si puedo pagar con tarjeta y me mira muy borde como si la estuviera insultando. “Banco, banco”, me repite señalando con la mano hacia un sitio indeterminado a sus espaldas. Me mosqueo y salgo de la tienda, me voy andando para curiosear otras naves, hay de todo, ropa, zapatos, regalos, camisetas, plantas… Entro en una tienda de camisetas y le pregunto a una dependienta china muy simpática que si podrían serigrafiar un dibujo, me mira con cara de ¿qué me estás contando? Como parece maja, nos ponemos a jugar a las películas, por fin consigo que adivine el nombre del film que le estoy interpretando "¿Pueden imprimir un diseño en las camisetas? “Tles meses, familia China”, me dice levantando el brazo para que entienda la tardanza, que China está en el quinto coño. Le doy las gracias, al menos su simpatía me hace reconciliarme con la idiosincrasia de su raza, pero me dura poco; veo otra nave con vestidos, son bonitos y me extraña, entro y escucho una voz dicharachera a mis espaldas “Hola, qué tal, ¿cómo estás?”, me giro dispuesto a devolverle la amable bienvenida y me encuentro con un chino que me mira serio y con cara de mala hostia, me quedo cortado y sólo le respondo un escueto “queay”. Me ha saludado como si lo hiciera un loro, sin tener el más mínimo conocimiento de lo que estaba diciendo, ni siquiera el tono. Me dice que me tengo que llevar 12 vestidos, le digo que uno y me indica la puerta, el tío borde. Me dan ganas de decirle ¿usted, no sabe con quién está hablando?, pero me acuerdo del de la distribuidora y me callo. No soy nadie. Veo una nave donde tienen unos calcetines de rayitas de colores que me gustan, entro en el local y tienen todo tipo de ropa interior, bañadores, bikinis, calcetines… Me fijo en las bragas, la cabra tira al monte, tienen unos treinta maniquíes con los modelos y los precios. Cuestan entre 0,30€ y 0,40€ la unidad, muchas son horrorosas, incluso diseños que debieron ser lo más “chic” en la película “55 días en Pekin”, con calados rojos y lacitos de colores por doquier, ¡infames! También hay modelos para tallas grandes, en fin… Encuentro que tienen bodies, picardías de colores y déshabillés, ¡joder con los chinos! Todo tirado de precio. Por fin, encuentro unas bragas “decentes”, unos tangas de colores, marca Dulce&Camino, se me ocurre que tendrían más éxito si les pusieran Dulce&Chumino, pero si quieren mejorar el marketing, que lo paguen. Me voy a por la dependienta y como ya me lo sé, le pregunto que si el precio que marca, 3,75€ el paquete de doce es real. Me dice que si me llevo una docena de paquetes, ése es el precio. Hago un cálculo mental aproximado, una docena de paquetes son 144 bragas, como son "talla única", pienso en la neska, en mi cuñada Almudena, en mis sobrinas Lucia y Salomé, en Ana, en mi suegra… Pero, aún así no me salen las cuentas, tocan a más de veinte bragas por culo, no consigo traseros para tantos tangas ni en toda mi familia. Le digo que sólo quiero un paquete, “más calas, cinco eulos”. Vale, le digo y le pongo el paquete en las manos, le indico con firmeza para me siga como si fuera mi porteadora, voy a por la docena de calcetines de colores y la misma operación: “cinco eulos”. Ya estoy en mi salsa, la dependienta me va siguiendo por la tienda cargando con los paquetes y yo como si fuera Mickael Jackson de compras, ¡joe, a esos precios!. Compro una docena de calcetines para mi hijo, fantásticos, ¡cinco eulos!, menudo chollo. Total, por quince euracos me voy más contento que unas castañuelas. Veo más naves, tienen cinturones de cuero a 2€, veo unas carteras muy bonitas imitación de cuero por 2,50€, pero, ¿qué hago con una docena? Me acuerdo que yo venía a por mi pincho de tortilla y consigo encontrar un bar. Pienso que va a ser como si me metiera en un tugurio de Shanghay, me imagino un par de chinos con gorrito de paja bebiendo sake, otros gritando alrededor de una mesa jugándose el dinero… pero no, qué decepción, entro y sólo hay tíos españoles, ataviados con su mono azul de trabajo y tomándose la reglamentaria copa de orujo de después de comer, ni un chino. ¿De dónde han salido los nacionales? ¿Los asiáticos no comen? Con esta cuestión en mi mente me pido, por fin, mi añorado y auténtico pincho de tortilla. ¡Qué bonito es conocer mundo!

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