sábado, 5 de octubre de 2013

Elucubraciones de un perro incomprendido


Ya sé que no debería estar haciendo esto, no es que me lo hayan prohibido de forma expresa. No me han dicho: ¡Bruno, no utilices el portátil!, pero hay tantas cosas que no me están permitidas, tantos lugares a los que no debo acceder, tantos ¡Bruno no!, que uno termina por imaginárselo, intuir cuando se anda por terreno pantanoso. Alguna vez me tengo que permitir una licencia, un brindis al sol, un homenaje. Si no, ¿qué sería la vida?, una sucesión de tediosas  rutinas programadas para que los días pasen sin sentido, sin dejar huella, sin que seamos conscientes de que estamos aquí para algo más que dormir y comer.

Encontrarme el ordenador abierto y encendido ha sido una sorpresa, una tentación, Adolfo no suele hacerlo, es muy meticuloso, ordenado, demasiado diría yo. Siempre lo cierra con sumo cuidado como si este trasto custodiara en sus entrañas los tesoros de la dinastía Ming, hasta lo deja con la sabanita blanca de protección del teclado. La que trae de fábrica para que la pantalla llegue inmaculada a los propietarios. A mí me dan ganas de comprarle una de ganchillo, que fuera un poco más grande y que asomara por los lados, iba a estar precioso, ¡un portátil con enaguas! Pero hasta eso me tienen vetado.

No confían en mí y mira que hago todo lo que está en mis manos, me esfuerzo, me muestro dispuesto, obediente, pero parece que siempre es poco. Que si “Bruno, ven aquí”, que si “Bruno trae aquello”, y yo como un tonto para arriba y para abajo pendiente. Les noto que en el fondo desconfían, me tienen miedo, recelo, no son agua clara. Por las mañanas cuando se van a trabajar, Lucía me dice: ¡pórtate bien, Bruno! ¡Lo ves!, no hay confianza, esa despedida, esa frase le deja a uno u regustillo amargo, una invitación maliciosa, con  sensación de: “quieres que me porte bien”, ¡pues te vas a enterar!

No tenía en mente nada especial para esta mañana, lo normal, sestear, pasar el rato y esperar, esperar mucho. A veces pienso que el cariño que me demuestran es falso, solo me necesitan para que les espere, para encontrarse alguien que al llegar a casa les reciba con una sonrisa, con un gesto cálido, un amigo. Pero hoy estoy inspirado, me encuentro en forma, el rictus irónico que siento en mi cara me delata, pero me da igual, tampoco hay nadie delante para apreciarlo. Son cosas mías… del aburrimiento.

Ya verás la sorpresa que se a llevar Adolfo cuando regrese, traerá las cartas y las llaves en la mano, entrara con la cara de “pasmao” que se le pone en la oficina y entonces se dará cuenta con horror, con pánico, de su fatal olvido — Mendrugo, ¡Nunca debiste dejarte el portátil abierto y encendido!

Me lo estoy imaginando con la cara descompuesta, ida, desencajada. Me buscará, ya lo sé, me gritará, me insultará, pero el trabajo está hecho, “Alea jacta es”. Se extrañara de mi acción, pero yo tampoco comprendo como un cerdo se puede mantener sobre dos patas. Recogerá con mimo los trocitos blancos de la sabanita de protección, intentará recomponerlos como si se tratara de un puzle de un día nevado, traerá un algodón con alcohol y se pasara una hora limpiando con esmero cada marca, cada huella, cada arañazo, cada mota de su amado aparatejo. Lloriqueará como una nenaza, despotricando y maldiciendo mi nombre. Le escucharé compungido, cariacontecido, inundado de tristeza, más falso que un euro de Trinidad y Tobago. No sabe que lo peor aún está por llegar, no sabe lo que le espera, ni se lo imagina.

Lucía también regresará del trabajo, cargada con un par de bolsas de la gasolinera, el pan, unas patatas fritas, y me preguntará: ¿Te has portado bien? ¡Qué ilusa!, pasa y pregúntale a tu marido, pensaré con sorna.

Se lo encontrará sudoroso, abatido, restregando y restaurando cada brillo del teclado, cada reflejo de la pantalla — ¿Qué ha pasado? — le preguntará alarmada, sin bajarse de los tacones de la oficina, confusa ante su cara melindrosa y su afán limpiador. Adolfo intentará buscar una aliada, una mano amiga, alguien con quien compartir su desgracia, repartir sus culpas — Mira lo que ha hecho Bruno —, pero para ella, hoy no es el día de la beneficencia — ¡Si no te lo hubieras dejado abierto! — le reprochará con esa delicadeza fina y puntiaguda, esa habilidad innata en las féminas para hacer sonar la nota más dolorosa, más hiriente. ¡Seguro que no me falla!, ¡ella nunca lo haría! Adolfo no va a ser capaz de digerir la acusación, la culpa, verse señalado como el único. Se remorderá las tripas, se bañara en sus propios excrementos, se retorcerá entre sus detritus; sólo de forma metafórica, por fortuna.

Ahora ya tiene dos tareas, reparar su preciado amiguito y no comerse a  Lucía por ser tan sincera, tan honesta, tan cabrona — ¡Ha sido Bruno! —, se intentará defender, chivato, ladino, cutre, sabedor de que la culpa es suya, hasta él lo sabe, pero es demasiado orgulloso para reconocerlo.

Aún será peor cuando regrese su mujer del dormitorio con las zapatillas puestas  — ¿Este ratón que había tirado en el suelo es el del portátil?, además le faltan las pilas, ¿sabes dónde están? — Le preguntará inocente, como si le cupiera alguna duda, como si los ratones de ordenador tuvieran vida propia, las mujeres a diferencia de los hombres, no creen en la telequinesia. Adolfo lleva toda su vida intentando que los calzoncillos se teletransporten desde el dormitorio al lavadero, sin éxito.

Lo que aún no saben es que me he tragado las dichosas baterías, quizá haya hecho una tontería, un segundo de flaqueza durante la tediosa mañana, pero me he querido suicidar.

Si, ya sé que a lo mejor no ha sido lo más acertado, la idea más brillante, la forma más digna de morir, pero es que tampoco doy para más. He oído que el cadmio es venenoso, he visto la calavera, la muerte impresa en la pila y no he podido soportar la tentación. ¡Me las como!, me he dicho, la forma más rápida para dejarles el camino libre para que disfruten sin límite de su nuevo juguetito, de su nueva adsl. Espero que surta efecto mi entrega, que sean tan eficaces como sugiere el dibujo. Estaban asquerosas, ¡Con lo que me ha costado tragármelas! Como si lo viera, con la mala suerte que tengo, de esta terminamos en mi lugar favorito: El veterinario. No sé porque cada vez que vamos me tiene que meter el termómetro por el culo, le da igual. Que Bruno tiene que vacunarse, termómetro por el culo. Que Bruno está raro, termómetro por el culo, Que vengo a despedirme que nos vamos de vacaciones con Bruno…

Lo único que espero es que mi inmolación haya servido para algo, que no caiga en saco roto, al menos una semana de diarrea, unos días de martirizar a Adolfo persiguiéndome por calles y jardines recogiendo mis detritus con la misma delicadeza que trata a su portátil, saludando a los vecinos mierda en mano, haciéndoles pensar que es el más cívico. ¡Si cuando no te ve nadie no las recoges!, que uno está mayor pero no tonto.

Ahora, que ya le tengo calado, siempre busco a uno de las vecinas, mi favorita y también la de él, la del tercero; lleva unos escotes que se le ven hasta las bragas cuando se agacha para acariciarme, a Adolfo le vuelve loco, le encanta que vaya a su encuentro y así poder charlar un rato con ella. Es muy simpática, pero cuando le ponga un tordo a su lado y lo tenga que recoger por compromiso, ya no le hará tanta gracia.

 

De modo infructuoso, Adolfo frotará el portátil, echará su apestoso aliento para sacarle lustre, para volver a restregar con el paño, esos malditos arañazos no van a salir, están grabados para siempre en la nítida y brillante superficie del ordenador. Me mirará con desdén, con desgana, pero nunca conseguirá que vuelva a su primitivo estado de esplendor. — ¡Nada!, lo ha jodido —dirá antes de rendirse a la evidencia. ¡Te voy a llevar a un albergue! —me amenazará en su impotencia, pero tanto él como yo sabemos que Lucía nunca lo permitiría.

   Mira, si aún parece que se está riendo —le dirá disgustado a su mujer.

   ¿Cómo se va a reír?, los perros no se ríen Adolfo, es sólo un gesto, una expresión de imitación de los seres humanos, pero no tiene sentido. Lo hacen como sumisión…

Y yo mientras me estaré descojonando de risa, en sus narices, la venganza es un plato que se sirve frío. Tantos mimos, cuidados, atenciones — Mira, le he comprado un ratón inalámbrico — y aquí uno mirando, aguantando, soportando humillaciones, mendigando su atención. ¡Con lo que se divertían antes tirándome el palo o la pelota!, ¡Qué buenos ratos han pasado conmigo! Con viento, con frío, con calor, ¿Cuándo me he negado yo?, siempre he estado ahí, al pie del cañón, dispuesto a traérsela una vez más. Y créeme, cuando era más joven tenía su gracia ir y venir a buscarla para tenerlos entretenidos, pero con la edad cada día me cuesta más. Entiendo que les parezca fascinante lo de lanzar la pelota sin ningún sentido, sin ninguna finalidad, sin ninguna dirección, pero también deberían de pensar en uno. Hay días que no tengo ni pizca de ganas y aún así voy corriendo para que no se sientan mal y ¡hala!, otra vez la lanzan sin ninguna misericordia.

Desde que llegó el dichoso portátil a casa, nada fue lo mismo. Se pasan todo el día enfrente de la pantalla, comen un sándwich sin despegarse y hasta casi parece que les molestas si te acercas — ¡Cuidado con el cable, Bruno!

Para este momento habrán repuesto las pilas, el ratón estará operativo, ¡estamos salvados!, pensarán. ¡Podía haber sido más grave!, dirá Adolfo, queriendo desmarcarse de su responsabilidad, reconociendo que había entrado en una vía muerta si pretendía echarme las culpas. Incluso me llamará conciliador, me dará una palmada tranquilizadora antes de conectarse a internet.

Aún no sabe que he desconfigurado el ruter, pero lo que ignora también es el tiempo que le va a costar encontrar el problema, las horas que a emplear antes de tener que llamar al servicio técnico y aguantar que le humillen desde un contestador automático. ¡Se pone de los nervios! Le veré como lo reinicia la primera vez, su cara aún no reflejará la agonía, es normal, pensará. Se lo comentará a Lucía que distraída, ajena al problema le dirá: Apaga y enciende. Ya lo ha hecho, y ahora ¿qué? Su cara empezará a mostrar signos evidentes de sufrimiento, un sudor frío le recorrerá por la frente, desesperado llamará a su mujer, tiene que darle una noticia vital:

   ¡Lucía, no funciona internet!

Ella lo podrá soportar, siempre es más positiva.

   Ah, vale, te toca bajar a Bruno, está un poco raro, le suenan las tripas, ¿por qué no te pasas por el veterinario?   

 

 

9 comentarios:

  1. Jajajajajajaja. Eres un verdadero crack. No he podido parar de reirme Pobre Bruno... Justo acabo de entrar de estar tirandole la pelotita a mi perra un rato... (la pobre ha terminado por tirarse a la piscina... había decidido suicidarse jajajaja)

    "El veterinario. No sé porque cada vez que vamos me tiene que meter el termómetro por el culo, le da igual. Que Bruno tiene que vacunarse, termómetro por el culo. Que Bruno está raro, termómetro por el culo, Que vengo a despedirme que nos vamos de vacaciones con Bruno…" Jajajajajajaja De verdad, un post divertidísimo... LO RECOMIENDO!!!!!

    Besetes
    Maka

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  2. jaaajajajajajajaj, buenísimo !!! vaya con Bruno ... ;)

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  3. Ay, Bruno, querido perrete, qué bien te entiendo... Yo, que no soy can (ni cacho perra como algunos dicen por ahí), sufro de abandono por parte de mis hijos que miran la pantalla del dichoso trasto como si hubiesen hallado el Santo Grial. Sí, es cierto que también tengo un aparatejo de estos y que lo uso y escribo y hasta se configurar una red wifi. Y sí, también es cierto lo que cuentan las malas lenguas de que mi protector de pantalla y mi galería de imágenes están plagados de macizos australianos escasos de ropa. Pero a mí me gusta conversar, pasear y que me hagan caso. Llevo mal que me ignoren, snif.

    Por eso admiro tu valor y determinación, compañero perruno de desdichas. Pero lamentándolo mucho, no pienso tragarme las pilas de nada, mi solidaridad no llega tan lejos. Y no quiero termómetros insertados en ninguna parte, que una tiene su dignidad.

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  4. Me ha encantado. Me ha hecho pensar en mi mascota y hasta remordimiento me ha dado. También me ha causado risa =) Y me ha hecho gracia esta frase porque imaginé muchas situaciones en mi casa, con mi padre y mi hermano: "las mujeres a diferencia de los hombres, no creen en la telequinesia".

    Saludos y sigue escribiendo =)

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  5. Me parece genial esta entrada. A diferencia de otros comentaristas de más arriba, yo no tengo mascota ,pero he vivido el texto como si Bruno viviera conmigo. Eduardo, gracias por hacernos pasar un buen rato con tus palabras.

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  6. Ahora sí que nos leemos... #Entiquitraun

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  7. Te nominé para un premio en mi blog. date una vuelta a

    http://vivirdelibros.blogspot.com

    saludos

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  8. Te he dado un premio en mi blog, entra y lo ves. Biquiños!

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