Masaje
con final feliz (primera parte)
A
veces me da un punto raro, lo reconozco, es un impulso extraño,
mezcla de morboso y excitante que me lleva a vivir situaciones donde
lo desconocido, lo indómito y hasta lo peligroso, me atrae de una
manera irracional.
No
siempre me dejo llevar por esta llamada de la selva, lo resuelvo con
mi imaginación, y con esta masturbación mental parece que se calma
el impulso. Pero hay momentos en los que me dejo llevar y me sumerjo
en ambientes o lugares que no son habituales para mí, solo por el
placer de sentirme un extraño, alguien totalmente fuera de lugar. Es
la violación de una frontera para adentrarme en un ambiente ajeno,
lo que consigue que mi nivel de adrenalina se dispare. Mi presencia…
¡Un extraño! También provoca la correspondiente reacción, el
miedo a lo y a los desconocidos. La forma de vestir, el aspecto e
incluso la cara, reflejan lo que es la vida de cada uno y según
donde te metas, puedes destacar como una caca de rata sobre un tazón
de arroz.
Hoy
es uno de esos días que he traspasado la barrera de lo imaginario y
he decidido tener una experiencia física, real: Me he metido en una
peluquería de chinos para que me dieran el afamado “masaje con
final feliz”.
Este
tipo de establecimientos regentados por asiáticos han proliferado
por determinados barrios de Madrid en los últimos años. La zona de
Plaza de España y aledaños parece que son las favoritas por los
chinos para este tipo de negocio.
No
iba al “tun tun”, una cosa es tener una experiencia y otra pisar
sobre terreno desconocido. Previamente me he “documentado” sobre
los usos y costumbres de estos lugares para no llevarme sorpresas, ni
tener una experiencia demasiado desagradable.
Llego
a la peluquería que previamente había localizado por un mapa, un
local bastante decadente en una calle… vamos a decir “peculiar”,
la calle Leganitos de Madrid. Un escenario antiguo y chulapesco, de
esas calles que no apetecen de entrada. Me detengo ante la fachada y
constato lo que me habían descrito: una gran cristalera, no muy
limpia, deja entrever unos sillones de peluquería donde distingo un
cliente dejándose cortar el pelo por una jovencita china. Hay un
rótulo grande con caracteres chinos y, como en todos los negocios de
orientales, pululan a su alrededor personajes que podrían
representar el juego de cartas de las familias del mundo. Es decir,
el papá chino, la mamá china, las hijas chinas…
Me
da un poco de “yuyu” ante la perspectiva. Meterme ahí es romper
ese ecosistema oriental, y casi estoy a punto de darme la vuelta.
Pienso en salir “por patas” y correr hasta “El Brillante” de
Atocha para comer un bocata de calamares. Esta peluquería no es nada
apetecible. Pero me rehago, ya sé que estas situaciones producen un
extraño morbo que hacen subir la excitación, y de ahí a salir
huyendo existe una delgada línea.
Me
armo de valor y me dirijo al interior, fuera he dejado un par de
jóvenes chinas que están parloteando. Visten de forma colorida con
unos fucsias rosas y azules… Armani les debe parecer un degenerado.
Para compensar el colorido, tienen sus muñecas adornadas con
pulseras multicolores que terminan de componer su estilismo. Al
menos, una de ellas lleva unas simples chancletas negras sin adornos,
lo que mi vista agradece. Tiene un pie precioso, pequeñito y con las
uñas bien pintadas de negro… Umm, me fijo al pasar a su lado y
esta visión hace que mi libido despierte. Si, me ponen las tías que
llevan chancletas, pero tienen que ser sin adornos y a ser posible
que no cuesten mas de un euro. Aquí en España, solo se usan en
verano, pero en Estados Unidos puedes ver a una tía en pleno
invierno, con abrigo y en chancletas… puff, me pongo malo…
Como
era de esperar, mi paso al lado de las chinas, ha sido estéril. Ni
siquiera me han mirado al pasar. He soltado un sonoro “Buenos
días”, con el fin de confraternizar, pero no ha surtido efecto.
Estos no tienen ganas de nada. El aspecto del interior no desmerece
al exterior, no es que parezca sucio… es que está sucio. No hay
pelos, ni basura por el suelo, pero el color del repintado y un olor
extraño que solo se me ocurre definir como “denso”, te sumergen
ya en otro mundo.
Sale
a mi encuentro un señor chino, bajito, medio calvo y con gafas. Frío
y hierático como casi todos los de su raza, en su boca lleva
dibujada una sonrisa más falsa que la Dama de Elche que hay en
Elche. Entiendo que será el peluquero y no tengo más opción que
empezar a actuar. De nuevo me entra el canguis y estoy a punto de
decirle que me quiero cortar el pelo, pero me da la lucidez para
pensar que el estilo de corte chino no es el que más me favorece.
Cuando le tengo enfrente con esa sonrisa helada, solo soy capaz de
articular la palabra “masaje” — uf, ya lo he dicho — pienso.
Ya no hay vuelta atrás. El hombre cuando me ha oído, sin contestar,
gira la cabeza buscando a una señora que estaba al fondo y le ha
explicado a lo que vengo, creo.
- Die eulo, masaje plofesional — me dice el chino, mientras vuelvo la cara con disimulo para que no advierta mi sonrisa ante la definición.
Me
hace otro gesto con la mano para que le acompañe hasta la caja y
allí le pago lo acordado; al lado hay un niño viendo la televisión
en un monitor en blanco y negro de la época de Alfonso XII. Le doy
los diez euros y me indica con el brazo que me vaya hacia la
oriental. Este hombre, con tanto aleteo y bien adiestrado, sería
capaz de dirigir el tráfico de Sanghai, una lástima que se dedique
a la peluquería. Yo, obediente y entregado a cada una de sus
indicaciones, me voy moviendo por el local. Ella se encuentra al
borde de una escalera que desciende al sótano, está apoyada sobre
una barandilla metálica esperándome con el mismo entusiasmo que si
la fueran a degollar. En qué tinglados me meto, pienso por un
instante. Al llegar frente a ella le sonrío, pero lo único que
consigo es que baje la cabeza. Por primera vez me fijo en ella, en mi
masajista. Tendrá una edad indeterminada entre 40 y 60, no es guapa
ni muy fea, es china sin más, insulsa en todo. Una falda gris, un
jersey de color azul y pelo negro. Con el aleteo de brazos, al que ya
le voy cogiendo el gusto, me indica que la siga mientras comienza a
descender la escalera. Me da tiempo a fijarme en su expresión, pero
está claro que no está dispuesta a dedicarme ni una mueca. Me giro
hacia la puerta de salida antes de descender por las escaleras,”
quizá sea el ultimo día que vea la luz… — pienso — este
descenso a las catacumbas podría ser la antesala de mi muerte, nadie
se enteraría y al final mis restos desaparecerían entre platos pato
cantonés y el cerdo agridulce… ¡Triste final! O igual me tienen
preparado un secuestro expres, aunque cuando se enterasen de que me
dedico a escribir, supongo que me dejarían tirado en una esquina de
la calle tirso de Molina. Con este espíritu y bastante acojonado
comienzo a descender las escaleras despacio.
De
alguna manera, me alegro de que sea esta señora la responsable de mi
masaje. Hubiera preferido la chinita de las chancletas, pero no tengo
la certeza de su edad, puede tener entre quince y treinta años. Soy
malo para calcular la edad de las tías, pero si son orientales, me
tengo que mover por décadas. Por nada del mundo me gustaría tener
contacto con una menor, ya me ha pasado alguna vez… ¿A que no
sabes cuantos años tengo?, te he mentido… Esto dicho subiéndose
las bragas y con una sonrisa maléfica es para vivirlo, Puff, te
cagas encima. Si hay una cosa sobre la que tenga certeza en este
momento, es que mi masajista es mayor de 18… lo que no sé es el
límite por el otro lado.
La
china tiene el detalle de esperarme y comienza a bajar las escaleras
delante de mí para enseñarme el camino, abajo está oscuro, pero se
apresura a encender unos fluorescentes que después de unos parpadeos
inundan la estancia con su mortecina luz. ¡Magnifica luz de
ambiente! — pienso. Cuando la iluminación ha dado forma al
tugurio, casi me arrepiento de ver la “sala de masajes”.
Simplemente es un almacén, pero un almacén de chinos, es decir que
hay desde una nevera hasta cajas de cerveza apiladas. Calendarios,
objetos cubiertos con mantas, una bicicleta, veo algo de ropa, varias
chancletas y un antiguo cartel de ron Bacardí, en fin, lo normal en
estos casos. No veo que haya una camilla ni nada por el estilo donde
me dé el masaje, pero hay una puerta de madera al fondo, la abre y
me invita a pasar extendiendo su brazo, ya voy pillando la
comunicación no verbal. Me susurra algo en chino sin mirarme a la
cara, supongo que habrá mentado a mi familia, pero como no tengo
constancia, me callo. Entro en una pequeña habitación y al menos la
iluminación ha cambiado, ahora es una bombilla colgada de un simple
casquillo que sale del techo como si fuera la flor de la canela. Al
menos nos alejamos de la luz lechosa del fluorescente pero el
ambiente sórdido continúa. Hay una camilla, si, llamémosle así al
tenderete. La señora se apresura a sacar un rollo de papel y cubre
la lona de la mesa de masaje y me vuelve a hacer un gesto con la mano
para que me quite la ropa y me tumbe. Ella se da la vuelta y se pone
cara a la pared, aprovecho ese instante para fijarme en su trasero,
mmm, gordito pero bien. Me desnudo y dejo la ropa en una silla de
madera destartalada, procuro doblar bien el pantalón para que la
cartera no quede al alcance de la mano. También hay una pequeña
mesa de madera donde tienen las toallas y los potingues habituales,
echo un vistazo a mi cartera antes de comenzar, en este sitio, no me
fío de nadie.
Me
quedo en calzoncillos y aquí me surge la duda… Por lo que me
había instruido antes, lo mejor es quedarse en pelotas directamente,
ya sé que el encuentro va a consistir en una pequeña batalla y en
este caso la armadura molesta. Sin más, me bajo los calzoncillos y
me quedo en bolas frente a ella a la vez que le indico abriendo los
brazos que estoy listo para comenzar. Si antes no me miraba a los
ojos, ahora no se atrevería ni a mirarme en el carnet de identidad.
Está muy violenta y eso me hace sentirme algo más fuerte, esto es
parte del morbo. Me indica con el brazo que me tumbe, sin levantar la
mirada del suelo. Le obedezco y me acoplo boca abajo en la camilla,
no es el sitio más cómodo del mundo pero al menos está mullido.
Siento que me cubre el culo con una toalla, prefiero no fijarme mucho
en la higiene o en el estado del menage, y a continuación escucho el
inconfundible sonido de la tapa del bote de crema y como la extiende
masajeándose las manos. Por fin siento sus manos en mi espalda, al
menos están calientes y suaves, por la edad y el aspecto, podría
haber sido la recolectora de nueces de Mao.
Ha
dejado la puerta abierta, por lo que si giro la cabeza puedo ver el
almacén, una imagen bucólica que nunca saldrá de mi memoria, allí
están las chancletas, el cartel de ron Bacardí y la nevera — ¡a
saber que potajes habrá dentro!.
Ahora
que hemos intimado, me animo a preguntarle por su nombre, entiendo
que al menos hasta ahí llegará con su castellano.
- Tzun- li — me contesta, sin dar más detalles.
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